miércoles, 21 de abril de 2021

Filandón del Camino. (Nueva entrega).

 
Seguimos con nuestro Filandón, y hoy colgamos, las anécdota muy interesante  de Miguel Ángel Fernández. 

El pinchazo de Hamilton.

Lewis Hamilton (Reino Unido, 7 de enero de 1985), piloto de Fórmula 1, no hizo conmigo el Camino de Santiago, pero me inspiró para titular un capítulo de mi peregrinar hacia el santo sepulcro en junio de 2017.

Sitúo a mis compañeros peregrinos en el alto de FONCEBADÓN al que llegué “viento en popa” desde Astorga a 5 kilómetros por hora siguiendo mis costumbres de caminante. 
Me alojé en el mejor prototipo de albergue para un peregrino: el DOMUS DEI, recinto antiguamente consagrado como templo eclesial cuya sacristía era ahora un par de baños para los sudorosos peregrinos que habían echado el resto en la subida desde Rabanal del Camino.


Me colgué la mochila (8 Kg, excesivo peso para mi peso y altura) y quise protegerme con ese chubasquero de peregrino que te cubre totalmente; me faltaban manos, me sobraba chubasquero o me encontraba escaso de práctica. Miré a mi alrededor y no encontré nada más que pieles blancas y pelos rubios con lo que supuse que, en aquel recinto, nadie hablaría la lengua de Cervantes, así que, armado de valor, balbuceé: “HELP MI PLEASE”, frase recurrente cuando uno se encuentra rodeado de rostros que ni son cetrinos ni peinan pelo oscuro. Y me cubrieron entero, me desearon BUEN CAMINO y así salí raudo y veloz en pos de la CRUZ DE FERRO. Casi no la vi: niebla espesa, viento racheado y sensación térmica de pleno invierno.
 La bajada hacia MOLINASECA era una versión del famoso PARÍSDAKAR: pistas escarbadas, piedras sueltas, grandes cárcavas, ¡un desastre vaya! Pero la prisa por abandonar la capa de niebla me llevó a acelerar el paso abandonando la tentación de lanzarme a la carretera como hacían los ciclistas y muchos peregrinos.
 Y llegó la sorpresa: en uno de aquellos pasos vacilantes se introdujo en mi zapatilla derecha una piedrecita que, para no parar a quitarla porque no sería capaz de defenderme debajo de aquel chubasquero, coloqué con ligeros movimientos entre los dedos. Pero, en uno de aquellos saltos de piedra en piedra, noté que la “china” (la culpa la tienen siempre los chinos) se interpuso entre mi piel y mi zapatilla zahiriendo ligeramente la epidermis con un pinchazo leve más o menos como espero que sea el de la vacuna COVID-19. 
No le di mayor importancia, pero, al llegar a Ponferrada, el pinchazo se había tornado rojo intenso a cuyo alrededor se dibujaba un círculo cárdeno que presagiaba la tormenta que estaba por llegar.


La subida a O CEBREIRO acabó siendo un vía crucis pues en LAS HERRERÍAS, acuciado por el dolor, compré unas de esas tiritas transparentes que anuncian milagrosas que tardaban menos en despegarse que lo que yo empleaba en colocarlas con el mayor esmero.
La bajada a TRIACASTELA fue ya el premonitorio de lo que ocurriría. Aquel pequeño pinchazo derivó en ampolla tamaño familiar que ocupaba la mayor parte de la planta del pie y laceraba mi piel hasta impedirme caminar. Pero el peregrino debe ser sacrificado y hacer frente a las adversidades que el camino le presente así que hice etapas “literalmente llorando de dolor”, una de ellas mientras escuchaba a unos escolares cantando alegres aquello de “un elefante se balanceaba…”


En ARZÚA encontré la solución: un farmacéutico curó mi maltrecho pie con un apósito gigante que ni se movía ni dejaba que mi piel sufriera.
 Algunas etapas después y, con recambios del mismo remedio, pude asistir a la misa en la catedral el 9 de julio día en el que, con una donación de un grupo de americanos, el BOTAFUMEIRO acabó de sellar mi herida como el humo de roble sella y cura los chorizos, los costillares y el espinazo en nuestras horneras. 

Miguel Ángel Fernández

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